Descripción de láminas del álbum fotográfico, ¡impresionantes paisajes!
Versalles es un mundo en sí mismo, que ha tenido la virtud de cautivar en cualquier época y que aún hoy sigue cautivando. Al reunir textos de distintas épocas, Xavier Salmon, el autor de este hermoso libro espléndidamente ilustrado, ha querido ceder la palabra a las fuentes, poniendo así en evidencia qué era lo que llamaba la atención a los coetáneos, cómo lo veían ellos y qué enseñanzas extraían de este lugar que, al servir de ejemplo absoluto, estaba destinado a ejercer un profundo influjo sobre toda la Europa de los príncipes. En primer lugar, la pompa pública: Luis XIV, sus fiestas en los jardines, los Grandes Aposentos y la vida de palacio en los siglos diecisiete y dieciocho. Después se penetra en los aposentos personales del rey de los que se sabía, curiosamente, muy poco —habitaciones que en buena medida permanecieron secretas, con una exuberante decoración entrevista por algunos y desaparecida para siempre, y que debía de proporcionar un aspecto de lo más extraño a aquellas salas, que siguen siendo célebres pero que nos hemos acostumbrado a contemplar definitivamente en su innatural desnudez, a pesar de los esfuerzos, desde hace más de cincuenta años, por devolverlos a su estado original—. ¿Qué es aquello que, en el año 2007, fascina justamente al visitante, al estudioso de Versalles? Hoy en día, como en tiempos del Grand Siècle son los jardines, con su enorme extensión, la maestría de Le Nôtre en el juego con los espacios llenos y vacíos, y la gran escultura, por más que las fiestas que de vez en cuando se celebran en esos mismos jardines no seas más que un pálido reflejo de un poder regio desvanecido para siempre. Su reconstitución, emprendida desde hace quince años, como consecuencia de una serie de protestas y de una importante financiación, confiere un rostro nuevo, más auténtico o en eso confiamos, a un lugar que, si bien reducido en sus proporciones, puede evocar aún la grandeza de su concepción inicial, por más que las huellas de la vejez no dejen de estar presentes. Se aprecia a simple vista la inmensidad de los trabajos emprendidos, tanto en los jardines del palacio como en el jardín inglés del Trianon, eco de una infatuación que todos pueden experimentar hoy en este homenaje a la naturaleza. Otro aspecto de interés de Versalles (y es el experto en artes decorativas quien escribe, a la manera de Pierre de Nolhac, quien hablaba del palacio de Versalles como de un maravilloso museo de artes decorativas...) parece estar relacionado con el ímprobo esfuerzo de restitución del mobiliario, que se propone colmar poco a poco lagunas y vacíos, para que vayamos acercándonos lo más posible a la condición original descrita por los memorialistas que aparecen en este libro.
A tal propósito, los indiscutiblemente buenos resultados obtenidos con la presentación efectuada en el Salón de los Nobles de la reina, con el regreso de las grandes commodes de Riesener, o en la Sala de Juego de Luis XVI con las sillas de Boulard y las cuatro encoignures de Riesener constituyen una suerte de acicate para esta laboriosa tarea de tan largo duración, exigida casi por clamor popular. Desde luego, nunca dejará de faltarnos ese toque de veracidad de los testimonios, en ocasiones excesivamente fragmentarios, algunos de los cuales nos devuelven el indispensable suplemento de cuanto vieron en aquel imponente escenario museificado. Como el marqués de Valfons, quien escruta, en julio de 1768, el interminable cortejo fúnebre de la reina Maria Leszczynska que tuvo lugar en el Patio Real con veinte carrozas de ocho caballos revestidos con negras gualdrapas heráldicas que se arrastraban por el suelo, con cuatrocientos cincuenta guardias franceses desplegados en el Patio de los Ministros, “pueblo innumerable que colmaba cualquier vacío”, la procesión iluminada por antorchas, que arranca a las nueve de la noche para llegar a Saint-Denis a las cuatro de la madrugada; como el duque de Croÿ, quien en su valioso Journal evoca el curioso almuerzo de gala en honor del emperador José II en 1777 en los aposentos de su hermana, “un medio cubierto de gala, con una mesa riquísima delante de la cama, el rey y la reina sentados en el mismo lado, dando la espalda a la cama y el emperador en el medio, cara a cara, sobre asientos plegables”; o también el baile de gala celebrado en la Ópera el 8 de junio de 1782 en honor del Conde y de la Condesa del Norte, “en la hermosa sala engalanada hasta su máxima perfección, la más bella de Europa, iluminada por unos cinco mil candelabros, que parecían muchos más a causa de los espejos...”. El duque nos relata que quedó fascinado por una contradanza que la reina, vestida como Gabrielle de Estrées, con un tocado negro y plumas blancas sujetas por el diamante Pitt, “bailó excelentemente con el señor de La Fayette”. Esta danza improbable es como un anuncio de los inexorablemente próximos acontecimientos, y de un Versalles que será necesario reconquistar tenazmente, pieza a pieza, fragmento a fragmento, muy parecido a un puzzle que no será terminado jamás.
—Pierre Arizzoli-Clémentel, Director general del Etablissement public du musée et du domaine national de Versailles.